lunes, 15 de diciembre de 2008

"On a le droit de se révolter"

Gritaban aquellos jóvenes enfurecidos del mayo del 68 en Francia, el reivindicativo lema "On a le droit de se révolter" (Tenemos derecho a rebelarnos). El sistema económico había fracasado, la sociedad de todo el mundo estaba rota por una crisis que, más allá de lo económico, hacía hincapié en las pautas morales establecidas que hasta entonces habían determinado la frontera entre el bien y el mal. Pasó a la historia este mayo francés como uno de los episodios más relevantes de la historia de la lucha social en la era moderna. Años más tardes, finalizando ya la primera década del nuevo milenio, muchos de estos alborotadores, soñadores, utópicos y revolucionarios visten sus trajes, pagan religiosamente su hipoteca y rehuyen de los panfletos antisistema. Tampoco hay que exagerar, es difícil, por no decir imposible, luchar contra un sistema tan bien arraigado del que nadie puede escapar. La realidad y la necesidad de vivir, condicionan a cualquier individuo a la hora de seguir con el camino de una revolución, que de antemano se sabe ya derrotada, o entrar a formar parte de este engranaje que integra un sistema económico inestable, unos valores que pretenden dibujar un orden social que no ponga en peligro el consumismo y una moral que adoctrina a la sociedad para anular toda capacidad de razón.

En los últimos años se han repetido un sinfín de pequeñas revueltas sociales. Manifestaciones en la calle, luchas sindicales, reivindicaciones por parte de los más jóvenes y un malestar que poco a poco se ha ido transformando en ideas que buscan la reacción. Si el mundo se puso en alerta cuando aquellos jóvenes franceses, hijos de la inmigración africana residentes en las barriadas más humildes de París, salieron a la calle para reivindicar su legitimo derecho a tener las mismas oportunidades que cualquier otro francés, más ha impactado la revuelta ocurrida en Grecia después del asesinato del adolescente de apenas 16 años, Alexander Grigoropulos, por parte de un policía. Sin duda cabe recalcar que el pueblo estaba completamente desmoralizado por las consecuencias de una crisis económica y una gestión pésima del dinero público por parte del gobierno que hace estragos y destruye todos los sueños. La muerte del joven anarquista fue la chispa que encendió los ánimos. Empresas que cierran y dejan desamparados a centenares de trabajadores a los que nada les queda para sobrevivir, jóvenes que han invertido años en sacarse unas licenciaturas universitarias que de nada les sirven para obtener un trabajo, sueldos mínimos que rondan los 700 euros, desesperación de la clase media y baja, mentiras que después de haber sido ocultadas durante años ahora salen a la luz y una depresión social que augura pocas salidas y destruye esperanzas.

Mucho se ha hablado entorno a unos hechos que puede que pasen a la historia como la revuelta de Grecia. Los analistas buscan explicaciones, los banqueros andan preocupados al ver como las previsiones de ganancias bajan alarmantemente, la sociedad está cada vez más harta y los mandatarios prosiguen reuniéndose para reír y hacer planes que a ningún lado llevan. Y lo más preocupante es que todo esto no solo es aplicable al caso griego, sino a todo el mundo. La crisis parecía un fantasma que pasaría en poco tiempo sin dejar demasiadas grietas abiertas en el sistema. Así nos lo contaron, así nos lo creímos. Pero la realidad es que en todo el planeta los despidos empiezan a ser el pan de cada día, la hegemonía de la sociedad del bienestar de desvanece y el sistema empieza a temblar mostrando su enorme debilidad. Tampoco sería sensato hablar de revoluciones radicales, véase el falso paradigma de la de Rusia en 1917, pero si que podemos afirmar que existe una incipiente reacción por parte de la sociedad. Posiblemente esta se deba a la necesidad de vivir con unos mínimos requisitos que ahora mismo nadie puede garantizar. Estamos delante de una revolución que, por el bien del mundo, debería resolver esas grietas abiertas desde hace años y reconstruir el sistema o cambiando las raíces del vigente.

El mundo debe responder. Los intelectuales tienen que dejar de lado sus viejas ideologías ya oxidadas para ejercer de moderadores en un nuevo marco social, los individuos deben empezar a usar la razón para, inequívocamente, ser protagonistas de un nuevo concepto de revolución que tiene el deber de ajustar una estructura más fuerte y decisiva que disminuya los riegos de romperse. El equilibrio es posible, pero se necesitan nuevos paradigmas que dibujen verdades y eliminen las fronteras de la injusticia. El ser humano no es perfecto, por lo que sería estúpido soñar con un sistema ideal y sin desequilibrios. Solo si se abandona la costumbre de acomodarse, dejando de trabajar y luchar para el equilibrio, será posible un futuro que brinde oportunidades a todos y muestre los caminos de la igualdad.

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