miércoles, 16 de febrero de 2011

Caminando hacia el horizonte

Acudía cada mañana a pasear por aquella playa desierta y perdida. Algo me decía que era el sitio en el que debía estar. Tal vez era mi refugio imaginario, tal vez era el único sitio en el que me podía sentir libre del todo. Todas las mañanas me pasaba horas y más horas mirando como las olas penetraban con fuerza llevándose grano de decepción. Avistaba barcos que sin ser náufragos, navegaban entre aguas turbias y se perdían en su insensata obsesión por mantenerse a flote. Todas las mañanas veía salir el sol, como si de un títere se tratara. Aparecía poco a poco dejándome entrever aquel fabuloso horizonte que se asemejaba a un esplendoroso escenario en el que cualquier espectáculo era posible. ¿Magia? Algunas gaviotas se subían al improvisado escenario para deleitarme con sus bailes. El viento improvisaba una dulce banda sonoro que marcaba solemnemente los pasos alborotados de mis pensamientos. Tristeza, alegría, compasión, preocupación, pasión... mi mente elucubraba imágenes dispares. Pequeñas diapositivas que dibujaban todo aquello que había vivido a lo largo de los años. Miraba al horizonte, pensando que había sitios a los que por mucho que me esforzara, jamás llegaría. Los deseos más abstractos que jamás podrán hacerse realidad. Y no es por caer en el pesimismo. La razón es tan simple como el hecho de entender que el horizonte es un punto inalcanzable. Tal vez, porque en realidad la magia está en el camino más que en el destino. ¡Qué desfachatez!

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